miércoles, 17 de abril de 2013

"El ajusticiado" (4 de 9)



(Del libro "AVILÉS", escrito por Manuel Álvarez Sánchez, impreso en 1927)

Parte - IV -

Estaba Patinota en el calabozo esperando la última pena a que había sido condenado; no había para él consuelo posible desde el momento en que le comunicaron la fatal sentencia; gritaba, pateaba, renegaba, maldecía, cuando un día se abrió la puerta de la prisión, y entró en ella, acompañada del carcelero, una anciana que Patinota, por el pronto, no pudo reconocer; el preso, al verla, se levantó del escaño, donde estaba sentado con la cabeza apoyada en las manos, y la visitante, que le conoció en seguida, se arrojó sobre él y comenzó a llorar. Patinota no sabía lo que le pasaba.

Aquella anciana, que había entrado en el calabozo para abrazar a un sentenciado a muerte, era María Álvarez, que desde el día que su prohijado huyó de casa se apoderó de ella tal pesadumbre que se temió por su vida; era gruesa y se puso flaca, la cara se le llenó de arrugas, se le encaneció el pelo, y su cuerpo se le puso encorvado.

La presencia de. aquella mujer en el calabozo impresionó tanto a Patinota, después que la reconoció, que no se atrevió a mirar para ella; llevó las manos al rostro, arrimóse a un rincón, y empezó a gemir y suspirar.

Aquellas lágrimas fueron el principio de su arrepentimiento.

Luego que Patinota se hubo tranquilizado, después de pedir perdón a María, le contó, con minuciosidad de detalles, la vida que había llevado después que huyó de casa, deteniéndose en referirle el hecho que motivó su sentencia de muerte: «Un día, le dijo, pretendí despojar a un transeunte, y al ver que pedía auxilio, como temía ser descubierto, le herí mortalmente; huí, me siguieron, diéronme alcance, y como estaba manchado de sangre, me acusaron corno autor de aquel asesinato, con las agravantes de robo en despoblado; ya no hay para mí remedio; he confesado mi crimen, y me han condenado a la última pena, y sólo espero se ejecute la terrible sentencia.»

María, al entrar en la cárcel, estaba resuelta a todo; así que, con un valor que acreditaba su honradez, después de oír a su prohijado, emprendió, con heroica resignación, la difícil tarea de ganar aquella alma para Dios.

domingo, 14 de abril de 2013

"El ajusticiado" (3 de 9)

(Del libro "AVILÉS", escrito por Manuel Álvarez Sánchez, impreso en 1927)

Parte  - III -

Las ocasiones, lo mismo que las malas compañías, originan, con sobrada frecuencia, gravísimos daños.

María, que era una señora tan bondadosa como sencilla, creía que nadie podría hacer lo que ella no hubiera hecho nunca; así que, al ver de nuevo a Patinota en su casa, no sólo le prodigó su cariño, sino que, para disimular su falta anterior e inspirarle otra vez confianza, se le ocurrió dejar abierta el arca en donde guardaba sus ahorros.

Esto, que pudiera llamarse una delicadeza de la buena señora, ha sido una gran imprudencia que acarreó tras si una larga serie de desgracias

Un día que María salió de casa temprano, se levantó PatInota de la cama, miró con timidez por todos los rincones de la habitación, y al encontrarse solo, se acercó de puntillas, conteniendo la respiración, al sitio donde estaba guardado el dinero; allí se detuvo, abrió el arca y extendió su mano temblorosa, pero al tocar en las monedas, sintió escalofríos y la volvió a retirar; sin embargo, la ocasIón era en extremo tentadora, y de nuevo introdujo su mano en el arca y, desencajado y tembloroso, cogió una bolsita con una cinta ligada, ignorando la cantidad que pudiera contener.

Cogido que hubo el bolsillo, se quedó parado, con la lengua pegada al paladar y los ojos fijos en la puerta, que habla quedado entreabierta; resolvió, al fin, abandonar aquella estancia, y salió corriendo, bajando de dos en dos los peldaños de la escalera hasta llegar al portal; allí se detuvo, tanteó entre sus dedos crispados aquellas monedas robadas y las guardó en el bolsillo; entonces sintió un sudor frío en el rostro, y maquinalmente llevó sus manos a él para ocultarlo, pues se creía que llevaba escrito en su semblante el estigma denigrante de ladrón.

Sin saber hacia dónde dirigirse, tiró a la izquierda, atravesó luego parte de la calle de Atrás y se encontró en la plazoleta del Carbayo, frente a la iglesia parroquial, entró en el templo, y a muy corta distancia, vio a su madre y a su protectora rezando, quizá por él, ante el altar de la Virgen de los Dolores.

En aquellos momentos, Patinota creyó morirse; fijó su mirada en la misma imagen, y al contemplarla en aquel estado tan lastimoso y con una espada atravesando su corazón, se cubrió de vergüenza: él era la causa de aquel dolor, y, sin embargo, sólo él no le pedía perdón, sólo él no elevaba los ojos al cielo en tan apurado trance, sólo él no invocaba a la Virgen, él, que había sido quien le clavara, con su conducta, el cuchillo en su corazón maternal.

Así estuvo Patinota unos momentos luchando con la gracia. Se separó después a un lado, donde nadie pudiera verlo, metió la mano en el bolsillo del pantaló, sacó el trapito, le quitó la cinta, lo desdobló y se quedó inmóvil, como la estatua del espanto, al ver que las monedas robadas eran de oro. Repuesto de la primera impresión, tomó la que creyó de más valor, se acercó al cecillo que estaba al lado del altar e introdujo por la rendija la indicada moneda, rezó una Salve a la Virgen y huyó. Quizá con esto creería que quedaría borrada su culpa.

Salido que hubo del templo, lo primero que hizo fue dirigirse al muelle, sentándose sobre un tronco de madera que allí había, en donde pasó cerca de dos horas, sin darse cuenta de su situación; iba a marchar, cuando se le acercó un compañero de genio alegre, hablaron un poco, Patinota le contó lo que había hecho, y el nuevo amigo, para quitarle los escrúpulos y distraerle, lo llevo a un garito, en donde pasaron alegremente el tiempo.

La amistad que Patinota estrechó con el nuevo camarada, vagabundo de profesión, labró por completo su ruina.

Patinota, que al principio no era malo, las compañías que tuvo le hicieron primero inquieto, después discolo y soberbio, y, por último, un malvado y criminal.

Vivía Patinota, después que huyó de casa, de pequeños robos, y la noche la pasaba durmiendo en las obras en construcción, y con más frecuencia, en las embarcaciones ancladas en el puerto.

Tres años llevaba en esta vida aventurera, cuando la justicia se apoderó de él, precisamente cuando atravesaba por la calle de Adelante, en dirección a casa de María, con objeto de volver a robarla nuevamente.

Una vez en poder de la Justicia, le condujeron a la cárcel, situada en la plaza Mayor; pero de allí, a pesar de la vigilancia que había, logró escaparse a los dos años, arrojándose por un ventanal, asido de una faja.

Libre ya de la prisión, se dedicó al pillaje en gran escala, eligiendo para campo de sus correrías el monte de la Atalaya, límite de los concejos de Avilés y Castrillón.

Como los ladrones, más tarde o más temprano, suelen ser capturados, Patinota, cuyo nombre se había hecho temer, volvió a ser cogido. En esta ocasión el castigo debía ser ejemplar, pues pesaban sobre él varios delitos.

sábado, 13 de abril de 2013

·"El ajusticiado" (2 de 9)

(Del libro "AVILÉS", escrito por Manuel Álvarez Sánchez, impreso en 1927)

Parte - II - 

Una condición, entre otras muchas buenas, caracteriza a los hijos de Sabugo: el respeto a la propiedad ajena; son de ordinario pobres, habitan varios bajo el mismo techo, cocinan en el mismo fogón, viven con estrechez, sobre todo durante el invierno en que la profesión comprometida y penosa de marineros que ejercen la mayor parte les impide durante los días de marejada y tormenta, tan frecuentes en la costa cantábrica, salir a alta mar, único y exclusivo sitio donde el marino puede buscar el sustento con que cuenta para poder mantener a su familia; sin embargo, a pesar de tan angustiosa situación, jamás llevó ningún pescador sobre su frente el estigma denigrante de ladrón

Este es y ha sido siempre el más honroso blasón del gremio de mareantes de Sabugo.

Pero sucede con frecuencia que, de padres buenos, salen hijos malos, y otras veces, de padres viciosos, suelen salir hijos modelo de virtud.

Así sucedió con el hijo de Angelina. Educado cristianamente por María, era Patinota, como de ordinario llamaban al muchacho, un hijo bueno; dotado de un natural bello y afable, formaba el encanto de su madre y de aquella buena mujer, que veían en él la personificación de la virtud; pero un día tuvo la desgracia de encontrar, bañándose en el Campo de Faraón, a una gavilla de pilluelos, y de unirse a ellos; este desgraciado encuentro fue para Patinota el principio de su perdición.

Como María era considerada como una persona rica, aquella chusma indujo a Patinota para que le robase algunos reales; al principio, resistió el muchacho cuanto pudo a la malvada tentación; pero más tarde, obligado por repetidas instancias de aquellos granujas, cayó en el lazo, y el infeliz jovencito robó por primera vez cuatro cuartos a su bienhechora.

Al salir Patinota de casa con aquellas monedas robadas, estaba pálido y tembloroso; se detuvo a la puerta, y sintió escalofríos; miró a todas partes azorado, y dos veces se propuso volverlas a su sitio; pero la palabra empeñada con sus perversos amigos, venció sus temores, y huyó, sin detenerse un momento, a juntarse con ellos, que ya lo estaban esperando junto al puente de San Sebastián.

Después de dar este paso fatal, Patinota se creyó perdido.

Patinota no había nacido para ser ladrón; así que, al verse entre sus compañeros, no pudo articular palabra, y comenzó a llorar; las lágrimas, que hubieran podido borrar por completo su culpa, si las hubiera derramado en presencia de María, sirvieron de chacota ante aquella chusma de pilluelos, que se mofaron de sus escrúpulos, no sin antes apoderarse de aquella cantidad para malgastarla.

Muy triste pasó el día Patinota, y al acercarse la noche, no atreviéndose el mal aconsejado muchacho a presentarse en casa, por temor al castigo, pues creía que hasta su misma sombra revelaría su maldad, se fue a un pajar a dormir, lo que repitió varias noches, alimentándose, durante este tiempo, con frutas verdes, que cogía en algún vedado de la vecindad.

María se moría de pena buscando al muchacho; no sabía lo que podía pasarle, y otro tanto sucedía a Angelina, que no podía figurarse de que su hijo se ocultaba de casa por ladrón. Al fin supo María, por uno de los mismos pilluelos, enemistado ya con Patinota, que éste se hallaba escapado de casa por haber robado unos cuartos, recogiéndose por la noche, después de pasar el día escondido en el adarve de la muralla, en una tenada que hay en el callejón de la Rueda.

Allí fue Maria a buscarle, y Patinota, al verla, como su corazón no estaba aún corrompido y era de un natural humilde y bondadoso, se arrojó a sus pies y comenzó a llorar: «Perdonadme, decía, perdonadme, por Dios, que no he volver a cometer tan miserable acción:»

María quería entrañablemente a su ahijado, y al verle en aquel estado tan compungido, se quedó pálida, estuvo un momento pensativa y, por fin, con muestras de indecible ternura, le otorgó allí mismo el perdón.

Patinota durmió aquella misma noche en casa de su madre adoptiva.

jueves, 11 de abril de 2013

"El ajusticiado" (1 de 9)

(Del libro "AVILÉS", escrito por Manuel Álvarez Sánchez, impreso en 1927)

Parte  - I -

Existía en Sabugo una plazoleta típica, muy conocida del vecindario por celebrarse en ella un mercado diario, consistente en piñas, hacecillos de leña, hortalizas, huevos y leche, etc., etc.

Las costumbres genuinas de la parroquia parecían estar vinculadas en este cuadrado recinto, en donde se reunían, en los días festivos, por la tarde, para jugar al perico, a la mata, a la brisca y a otros entretenidos juegos, las comadres, que en los barrios humildes suelen componer el club tijeretero.

Pero lo que hizo más popular este sitio fue el haber vivido, a principios del siglo XVIII, una señora llamada María Álvarez, que, en entre otras buenas cualidades, se distinguía por su gran caridad: no había pobre que no socorriese, ni enfermo que no recibiera de ella palabras de consuelo y de amor.

Era María el ángel tutelar de los desheredados de la parroquia, y los vecinos acudían a ella en sus necesidades, encontrando siempre amparo y protección.

El arca de María era el granero de todos los indigentes de Sabugo, que llamaban a su vivienda la «Huerta de María Álvarez»; y llegó a hacerse tan popular, que venían de los cercanos pueblos de San Cristóbal, Valliniello y otros, a venderla patatas, legumbres y demás artículos de conocida utilidad, que ella siempre compraba, para distribuirlos luego gratuitamente entre los más necesitados de la parroquia, originándose el mercado que más tarde existió, y que /levó el nombre de dicha señora, que por contracción se llama aún, entre los oriundos del barrio, La Güerta Mari-Able.

Un día llegaron a casa de María unas vecinas (1) para decirle que en el Carbayo vivía una mujer, que se hallaba enferma, y en la más extremada pobreza. La buena señora, no sólo abrió al momento el bolsillo para socorrerla, sino que ella misma se fue a la vivienda donde la infeliz habitaba para prestarle su ayuda personal.

¡Triste encuentro!  Entre unas pajas mal cubiertas con un saco, en una habitación húmeda, apenas defendida del viento y del agua por algunas tejas y ramas enlazadas, sin lumbre en el fogón y sin nada que pudiera servirle de alimento, recostada, con una criatura en los brazos, se hallaba una mujer, llamada Angelina la Patinota, joven aún, pero que había quedado muy enferma desde el día que vlo flotando en la ría e/ cadáver de su esposo, después, del naufragio de la lancha Vitoria, tripulada por nueve marineros de Sabugo, del que quedó triste recuerdo en toda la vecindad. La caridad fijó su residencia en aquel desvencijado tugurio, y la enferma pudo recuperar la salud,  merced a los cuidados prestados por María, ocupándose ésta al mismo. tiempo y por separado, para aliviar a la Patinota, de la educación del niño, que con gusto prohijó, y tuvo a su lado, hasta que motivos transcendentales hicieron necesaria su separación,

(1) Hasta hace pocos años había en Sabugo la piadosa costumbre de salir dos vecinas, voluntariamente en determinados y urgentes casos, a pedir de casa en casa, y recoger en un plato las limosnas para remediar alguna apremiante necesidad, 

lunes, 1 de abril de 2013

"El Campo de Caín" (5 de 5)



(Del libro "AVILÉS", escrito por Manuel Álvarez Sánchez, impreso en 1927)

Parte - V -

Cuando en 1669 los religiosos de la Merced se establecieron definitivamente en Sabugo, edificando un magnífico convento, debido a la esplendidez del primer marqués de Camposagrado, don Sebastián Bernaldo de Quirós, se veía un religioso, encorvado bajo el peso de los años, salir todos los días del convento, a determinadas horas de la noche, y dirigirse hacia una cruz, en el mismo campo colocada, suspirar, porque ya no tenla lágrimas que derramar, y después de abrazarse a ella pasar largo tiempo en profunda meditación.


Nadie hubiera creído que aquel venerable anciano, de blanca cabellera, había dado muerte, en aquel mismo sitio, a un hermano suyo, sin embargo de haberío confesado ya públicamente.


Un día las campanas de la iglesia doblaron a muerto, y al mismo tiempo se vio brillar sobre los brazos de la cruz una luz vivísima„ que el vecindario interpretó favorablemente.


En aquel preciso momento acababa de morir el fratricida, después de cuarenta años de rigurosa penitencia, dejando también de oírse, desde entonces, en el fangoso Campo de Caín, los lúgubres acentos de la víctima.


La gigantesca cruz se veía aún a mediados del siglo XVIII, señalando el sitio donde fue perpetrado el crimen, y las personas que tenían que transitar por aquellos lugares, todas se signaban ante la cruz, rezando luego un Pater Noster por el eterno descanso del interfecto.

Al renunciar Fray Valentín Moran, en 1771, la silla episcopal de Canarias, resolvió terminar sus días en su pueblo natal, eligiendo para su descanso el convento de la Merced, que mandó ensanchar a sus expensas, extendiendo su recinto al lugar que ocupaba la cruz, edificando en este sitio la capilla de la Soledad, últimamente demolida, que eligió para su sepulcro.


En la actualidad nada queda de este suntuoso convento, demolido al finalizar el pasado siglo; en su solar se ha construido una magnifica iglesia, gracias a la gran influencia del entonces ministro de Gracia y justicia, don Julián García San Miguel, marqués de Teverga, representante en Cortes por nuestro distrito, secundado con celo por el párroco don Manuel Monjardín, que, por su elegante construcción, es una de las más bellas de España.



Hoy los sitios indicados están convertidos en plazas, avenidas y paseos.