(Del libro "AVILÉS", escrito por Manuel Álvarez Sánchez, impreso en 1927)
Parte - II -
Una condición, entre otras muchas buenas, caracteriza a los hijos de Sabugo: el respeto a la propiedad ajena; son de ordinario pobres, habitan varios bajo el mismo techo, cocinan en el mismo fogón, viven con estrechez, sobre todo durante el invierno en que la profesión comprometida y penosa de marineros que ejercen la mayor parte les impide durante los días de marejada y tormenta, tan frecuentes en la costa cantábrica, salir a alta mar, único y exclusivo sitio donde el marino puede buscar el sustento con que cuenta para poder mantener a su familia; sin embargo, a pesar de tan angustiosa situación, jamás llevó ningún pescador sobre su frente el estigma denigrante de ladrón
Este es y ha sido siempre el más honroso blasón del gremio de mareantes de Sabugo.
Pero sucede con frecuencia que, de padres buenos, salen hijos malos, y otras veces, de padres viciosos, suelen salir hijos modelo de virtud.
Así sucedió con el hijo de Angelina. Educado cristianamente por María, era Patinota, como de ordinario llamaban al muchacho, un hijo bueno; dotado de un natural bello y afable, formaba el encanto de su madre y de aquella buena mujer, que veían en él la personificación de la virtud; pero un día tuvo la desgracia de encontrar, bañándose en el Campo de Faraón, a una gavilla de pilluelos, y de unirse a ellos; este desgraciado encuentro fue para Patinota el principio de su perdición.
Como María era considerada como una persona rica, aquella chusma indujo a Patinota para que le robase algunos reales; al principio, resistió el muchacho cuanto pudo a la malvada tentación; pero más tarde, obligado por repetidas instancias de aquellos granujas, cayó en el lazo, y el infeliz jovencito robó por primera vez cuatro cuartos a su bienhechora.
Al salir Patinota de casa con aquellas monedas robadas, estaba pálido y tembloroso; se detuvo a la puerta, y sintió escalofríos; miró a todas partes azorado, y dos veces se propuso volverlas a su sitio; pero la palabra empeñada con sus perversos amigos, venció sus temores, y huyó, sin detenerse un momento, a juntarse con ellos, que ya lo estaban esperando junto al puente de San Sebastián.
Después de dar este paso fatal, Patinota se creyó perdido.
Patinota no había nacido para ser ladrón; así que, al verse entre sus compañeros, no pudo articular palabra, y comenzó a llorar; las lágrimas, que hubieran podido borrar por completo su culpa, si las hubiera derramado en presencia de María, sirvieron de chacota ante aquella chusma de pilluelos, que se mofaron de sus escrúpulos, no sin antes apoderarse de aquella cantidad para malgastarla.
Después de dar este paso fatal, Patinota se creyó perdido.
Patinota no había nacido para ser ladrón; así que, al verse entre sus compañeros, no pudo articular palabra, y comenzó a llorar; las lágrimas, que hubieran podido borrar por completo su culpa, si las hubiera derramado en presencia de María, sirvieron de chacota ante aquella chusma de pilluelos, que se mofaron de sus escrúpulos, no sin antes apoderarse de aquella cantidad para malgastarla.
Muy triste pasó el día Patinota, y al acercarse la noche, no atreviéndose el mal aconsejado muchacho a presentarse en casa, por temor al castigo, pues creía que hasta su misma sombra revelaría su maldad, se fue a un pajar a dormir, lo que repitió varias noches, alimentándose, durante este tiempo, con frutas verdes, que cogía en algún vedado de la vecindad.
María se moría de pena buscando al muchacho; no sabía lo que podía pasarle, y otro tanto sucedía a Angelina, que no podía figurarse de que su hijo se ocultaba de casa por ladrón. Al fin supo María, por uno de los mismos pilluelos, enemistado ya con Patinota, que éste se hallaba escapado de casa por haber robado unos cuartos, recogiéndose por la noche, después de pasar el día escondido en el adarve de la muralla, en una tenada que hay en el callejón de la Rueda.
Allí fue Maria a buscarle, y Patinota, al verla, como su corazón no estaba aún corrompido y era de un natural humilde y bondadoso, se arrojó a sus pies y comenzó a llorar: «Perdonadme, decía, perdonadme, por Dios, que no he volver a cometer tan miserable acción:»
María quería entrañablemente a su ahijado, y al verle en aquel estado tan compungido, se quedó pálida, estuvo un momento pensativa y, por fin, con muestras de indecible ternura, le otorgó allí mismo el perdón.
Patinota durmió aquella misma noche en casa de su madre adoptiva.
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