(Del libro "AVILÉS", escrito por Manuel Álvarez Sánchez, impreso en 1927)
Parte - IV -
Estaba Patinota en el calabozo esperando la última pena a que había sido condenado; no había para él consuelo posible desde el momento en que le comunicaron la fatal sentencia; gritaba, pateaba, renegaba, maldecía, cuando un día se abrió la puerta de la prisión, y entró en ella, acompañada del carcelero, una anciana que Patinota, por el pronto, no pudo reconocer; el preso, al verla, se levantó del escaño, donde estaba sentado con la cabeza apoyada en las manos, y la visitante, que le conoció en seguida, se arrojó sobre él y comenzó a llorar. Patinota no sabía lo que le pasaba.
Aquella anciana, que había entrado en el calabozo para abrazar a un sentenciado a muerte, era María Álvarez, que desde el día que su prohijado huyó de casa se apoderó de ella tal pesadumbre que se temió por su vida; era gruesa y se puso flaca, la cara se le llenó de arrugas, se le encaneció el pelo, y su cuerpo se le puso encorvado.
La presencia de. aquella mujer en el calabozo impresionó tanto a Patinota, después que la reconoció, que no se atrevió a mirar para ella; llevó las manos al rostro, arrimóse a un rincón, y empezó a gemir y suspirar.
Aquellas lágrimas fueron el principio de su arrepentimiento.
Luego que Patinota se hubo tranquilizado, después de pedir perdón a María, le contó, con minuciosidad de detalles, la vida que había llevado después que huyó de casa, deteniéndose en referirle el hecho que motivó su sentencia de muerte: «Un día, le dijo, pretendí despojar a un transeunte, y al ver que pedía auxilio, como temía ser descubierto, le herí mortalmente; huí, me siguieron, diéronme alcance, y como estaba manchado de sangre, me acusaron corno autor de aquel asesinato, con las agravantes de robo en despoblado; ya no hay para mí remedio; he confesado mi crimen, y me han condenado a la última pena, y sólo espero se ejecute la terrible sentencia.»
María, al entrar en la cárcel, estaba resuelta a todo; así que, con un valor que acreditaba su honradez, después de oír a su prohijado, emprendió, con heroica resignación, la difícil tarea de ganar aquella alma para Dios.
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