(Del libro "AVILÉS", escrito por Manuel Álvarez Sánchez, impreso en 1927)
Parte - III -
Las ocasiones, lo mismo que las malas compañías, originan, con sobrada frecuencia, gravísimos daños.
Esto, que pudiera llamarse una delicadeza de la buena señora, ha sido una gran imprudencia que acarreó tras si una larga serie de desgracias
Un día que María salió de casa temprano, se levantó PatInota de la cama, miró con timidez por todos los rincones de la habitación, y al encontrarse solo, se acercó de puntillas, conteniendo la respiración, al sitio donde estaba guardado el dinero; allí se detuvo, abrió el arca y extendió su mano temblorosa, pero al tocar en las monedas, sintió escalofríos y la volvió a retirar; sin embargo, la ocasIón era en extremo tentadora, y de nuevo introdujo su mano en el arca y, desencajado y tembloroso, cogió una bolsita con una cinta ligada, ignorando la cantidad que pudiera contener.
Cogido que hubo el bolsillo, se quedó parado, con la lengua pegada al paladar y los ojos fijos en la puerta, que habla quedado entreabierta; resolvió, al fin, abandonar aquella estancia, y salió corriendo, bajando de dos en dos los peldaños de la escalera hasta llegar al portal; allí se detuvo, tanteó entre sus dedos crispados aquellas monedas robadas y las guardó en el bolsillo; entonces sintió un sudor frío en el rostro, y maquinalmente llevó sus manos a él para ocultarlo, pues se creía que llevaba escrito en su semblante el estigma denigrante de ladrón.
Sin saber hacia dónde dirigirse, tiró a la izquierda, atravesó luego parte de la calle de Atrás y se encontró en la plazoleta del Carbayo, frente a la iglesia parroquial, entró en el templo, y a muy corta distancia, vio a su madre y a su protectora rezando, quizá por él, ante el altar de la Virgen de los Dolores.
En aquellos momentos, Patinota creyó morirse; fijó su mirada en la misma imagen, y al contemplarla en aquel estado tan lastimoso y con una espada atravesando su corazón, se cubrió de vergüenza: él era la causa de aquel dolor, y, sin embargo, sólo él no le pedía perdón, sólo él no elevaba los ojos al cielo en tan apurado trance, sólo él no invocaba a la Virgen, él, que había sido quien le clavara, con su conducta, el cuchillo en su corazón maternal.
Sin saber hacia dónde dirigirse, tiró a la izquierda, atravesó luego parte de la calle de Atrás y se encontró en la plazoleta del Carbayo, frente a la iglesia parroquial, entró en el templo, y a muy corta distancia, vio a su madre y a su protectora rezando, quizá por él, ante el altar de la Virgen de los Dolores.
En aquellos momentos, Patinota creyó morirse; fijó su mirada en la misma imagen, y al contemplarla en aquel estado tan lastimoso y con una espada atravesando su corazón, se cubrió de vergüenza: él era la causa de aquel dolor, y, sin embargo, sólo él no le pedía perdón, sólo él no elevaba los ojos al cielo en tan apurado trance, sólo él no invocaba a la Virgen, él, que había sido quien le clavara, con su conducta, el cuchillo en su corazón maternal.
Así estuvo Patinota unos momentos luchando con la gracia. Se separó después a un lado, donde nadie pudiera verlo, metió la mano en el bolsillo del pantaló, sacó el trapito, le quitó la cinta, lo desdobló y se quedó inmóvil, como la estatua del espanto, al ver que las monedas robadas eran de oro. Repuesto de la primera impresión, tomó la que creyó de más valor, se acercó al cecillo que estaba al lado del altar e introdujo por la rendija la indicada moneda, rezó una Salve a la Virgen y huyó. Quizá con esto creería que quedaría borrada su culpa.
Salido que hubo del templo, lo primero que hizo fue dirigirse al muelle, sentándose sobre un tronco de madera que allí había, en donde pasó cerca de dos horas, sin darse cuenta de su situación; iba a marchar, cuando se le acercó un compañero de genio alegre, hablaron un poco, Patinota le contó lo que había hecho, y el nuevo amigo, para quitarle los escrúpulos y distraerle, lo llevo a un garito, en donde pasaron alegremente el tiempo.
La amistad que Patinota estrechó con el nuevo camarada, vagabundo de profesión, labró por completo su ruina.
Patinota, que al principio no era malo, las compañías que tuvo le hicieron primero inquieto, después discolo y soberbio, y, por último, un malvado y criminal.
Vivía Patinota, después que huyó de casa, de pequeños robos, y la noche la pasaba durmiendo en las obras en construcción, y con más frecuencia, en las embarcaciones ancladas en el puerto.
Tres años llevaba en esta vida aventurera, cuando la justicia se apoderó de él, precisamente cuando atravesaba por la calle de Adelante, en dirección a casa de María, con objeto de volver a robarla nuevamente.
Una vez en poder de la Justicia, le condujeron a la cárcel, situada en la plaza Mayor; pero de allí, a pesar de la vigilancia que había, logró escaparse a los dos años, arrojándose por un ventanal, asido de una faja.
Libre ya de la prisión, se dedicó al pillaje en gran escala, eligiendo para campo de sus correrías el monte de la Atalaya, límite de los concejos de Avilés y Castrillón.
Como los ladrones, más tarde o más temprano, suelen ser capturados, Patinota, cuyo nombre se había hecho temer, volvió a ser cogido. En esta ocasión el castigo debía ser ejemplar, pues pesaban sobre él varios delitos.
Como los ladrones, más tarde o más temprano, suelen ser capturados, Patinota, cuyo nombre se había hecho temer, volvió a ser cogido. En esta ocasión el castigo debía ser ejemplar, pues pesaban sobre él varios delitos.
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