Parte - V -
Nada hay que tanto agrade a un pecador corno el recuerdo de los años infantiles, en que se duerme soñando con los ángeles
bajado del cielo, hecho hombre, y sufrido mortificaciones y dolores y tormentos y la muerte más ignominiosa, y todo por él y para él, ¡miserable pecador!, y se sentía oprimido por tantas culpas. Ahora mismo y siempre, decía, nos está mirando„. Y lloró al considerarlo, y lloró a llágrima viva... Lloró, porque recordó el último día que entró en el templo parroquial, de aquel día que, palpando aquellas monedas que había robado, depositó una onza de oro en el cepillo de la Virgen, y también se acordó de la Salve que rezó antes de salir de la iglesia, última plegaria que pronunciaron sus labios y fervorosa había salido de su corazón...
Después de una larga conversación habida con María, su corazón se había reblandecido con el dolor del arrepentimiento.
Al despedirse la una del otro, no pudieron articular palabra; él se dejó caer, rendido, en la pobre tarima que había en el calabozo; María salió en silencio a desahogar la amargura inmensa que embargaba su espíritu, no sin antes dirigir una mirada de cariño a aquel desgraciado joven, que sin él pensarlo, le había acibarado los días de su vida.
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