Parte - VIII -
El día 23 de abril de 1714 fue un día de verdadera tristeza para Avilés. Desde muy temprano no se veían sino personas, de uno y otro sexo, caminar con cierta inquietud hacia el Carbayedo de San Roque, llevando en el rostro señales inequívocas de sentimiento y de dolor.
Allí, en aquel espeso bosque de encinas y de robles, se levantaba el tablado en donde iba a ejecutarse una sentencia.
Eran las once de la mañana, y la gente se agolpaba en la plaza Mayor, indicando que pronto iba a salir de la cárcel el infortunado reo.
Oyese un sordo murmullo, se abre la puerta del' calabozo y aparece Patinota, llevando entre las manos, esposadas, un Crucifijo.
Era Patinota un joven robusto, bien parecido, con ojos negros y expresiva mirada; a su lado iba el párroco prodigándole palabras de consuelo, y un poco más hacia atrás el ejecutor de la Justicia y algunos individuos de la ronda encargados de conservar el orden.
Al pasar el triste cortejo por delante de la iglesia de San Francisco se detuvo, y el reo rezó, en alta voz, el Credo, en tanto salían del convento contiguo dos religiosos franciscanos, pidiendo una limosna a los acompañantes para hacer los funerales y aplicar algunas misas por el alma del que muy pronto iba a ser ajusticiado.
Al concluir de rezar el Credo, volvió a absolverle el sacerdote, continuando después el camino, siguiendo por la calle de Galiana hasta llegar al sitio señalado.
¡Triste espectáculo! Desnudo, escueto, terrible, se levantaba afrentoso garrote en lo más alto y visible del bosque.
Al ver el pobre reo el espantoso palo, temió por un momento; pero el piadoso párroco le recordó en seguida la pasión y muerte de Nuestro Señor Jesucristo, y Patinota volvió a resignarse.
El sacerdote, entonces, le abrazó varias veces, le acompañó hasta el mismo tablado, le apretó la mano, le bendijo, le absolvió de nuevo y se despidió de él hasta la eternidad.
El reo, entonces, pidió perdón a todos.
Aquella escena fue altamente conmovedora.
Antes de recibir Patinota el golpe mortal, cuando el pueblo, conmovido, estaba conteniendo la respiración, se oyó, en medio de aquel torbellino de gente, una voz entrecortada y temblorosa, pero muy clara, que decía: «Hijo mío, subid al cielo; subid al cielo, hijo mío, y pedid a Dios por mi.»
La mirada de la concurrencia se fijó en el sitio donde había salido aquella voz y vieron una mujer desmayada.
Era María Álvarez, que no había tenido fuerzas para ver a su ahijado morir.
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