martes, 26 de marzo de 2013

El Castillo de Gaxin (4 de 4)

                       
(Del libro "AVILÉS", escrito por Manuel Álvarez Sánchez, impreso en 1927)

Parte - IV -

Un día de los más crudos del invierno, acampaban al pie del castillo gran número de pobres que llevaban impreso en su rostro las huellas del frío y del hambre; el sol parecía querer ocultarse para no presenciar tanta miseria, y sólo reflejaba en la torre del castillo como un aviso de/ cielo; al fin, desapareció el día y llegó la noche, negra y tempestuosa como la conciencia de un criminal; óyese silbar el viento por entre las ramas de los árboles, semejante al ruido que produce la serpiente cuando se arrastra por entre los cañaverales del carrascal.

El pavor se apodera del conde al sentir ese ruido en medio de la oscuridad, como se apodera de la conciencia de un malvado el recuerdo de su vergonzosa vida.

Una hora hacía que aquellos infelices imploraban Inútilmente la caridad a las puertas del castillo, cuando de repente, y como por encanto, se levantó el rastrillo y entra un venerable anciano encorvado por el peso de tos años, sostenido por el cariño de tres nietecitos, el mayor como de nueve años de edad, que le servían de báculo en su Vejez.

Al verle, los mendicantes se descubrieron en señal de respeto.

El que llegaba había sido preceptor del difunto conde.

Con la presencia del venerable anciano dejaron entrever una esperanza de socorro; pero pronto aquella esperanza se esfumó, como una ilusión, de sus entristecidos corazones al notar la indiferencia con que había sido recibido por el conde.

La noche avanza, la lluvia cae a torrentes, y cansados de esperar, perdida toda esperanza, sale una voz de entre la multitud, que no era de otro sino del anciano maestro, pidiendo algo de pan con que poder aliviar en aquellos momentos el hambre de sus inocentes nietos. ¡Triste momento!

Óyese el ruido del balcón al abrirse, y los relámpagos, que se sucedían sin interrupción, iluminan con siniestro reflejo el rostro cetrino del conde que, asomado al muro, contemplaba impasible aquella escena de dolor.

Un niño le suplica, por última vez, que les dé siquiera un gaxin de pan, un gaxin, para no morirse de hambre aquella triste noche; pero la débil voz es perdida entre los truenos, que retumban por entre los muros del castillo, sin ser atendida por el conde...

Nótase un momento de calma, que el conde aprovecha, semejante a la hiena que acecha. a la víctima, para desengañar a sus infelices vasallos y decirles: «No hay pan, marchad.,.»

Aquella destemplada voz heló el corazón de todos; aquella despedida tan fría corno inesperada secó los ojos de los desgraciados, porque también la desgracia tiene dignidad, cuando es vilmente despreciada. Entonces, del grupo se levantó enérgica, al par que temblorosa, la voz del anciano preceptor, diciendo: «Señor, si no es cierto lo que acabáis de decir, si pudiendo abandonáis a tantos desgraciados, Dios que escucha la voz del afligido, Dios que es padre de los pobres, Dios que es el juez de los buenos y de los malos, haga que vuestro castillo se convierta en cenizas y que se extinga con vos la noble familia de la casa de Albar...»

«Sea así», todos contestaron; y uno tras otro fueron abandonando aquella morada, para no volver a pisarla jamás.

Preocupado, triste y pensativo marchaba delante el venerable mentor, caminando sin dirección fija hacia la parte Sur, cuando uno de sus nietos, el de mayor edad, llamó la atención a su abuelito, porque había sentido cierto temblor de tierra, corriendo tímido a recogerse bajo el manto del anciano; éste también había notado algo anormal, y acariciando al niño, le dice: «No temas; mira y anda», señalándole un caserío próximo, donde contaban pernoctar, que desde entonces se llamó Miranda; pero no pudieron continuar andando, porque otra fuerte sacudida, producida por un espantoso trueno, les impidió el caminar; vuelven la vista atrás, y aprovechando el brillar siniestro de un relámpago que les presta luz, pueden observar que el castillo de Albar se hallaba envuelto en una nube de humo y de fuego; la tempestad continuaba amenazadora, y poco tiempo tardó en retumbar de nuevo y con mayor intensidad un segundo trueno, acompañado de temblores de tierra, haciendo que se cimbree desde su planta el castillo, hundiéndose al mismo tiempo en los abismos, desapareciendo entre la lava el cuerpo del endurecido conde. Al desplomarse el castillo se oyó una voz que lúgubre y triste repetía una y otra vez: Un gaxin de pan, un gaxin..,»

La maldición del anciano se cumplió, y aquel altivo joven que despreció los consejos de sus padres, fue víctima de la justicia del cielo.

Han pasado cerca de quinientos años y aún se conserva en el pueblo, que desde entonces lleva el nombre de Gaxin, el recuerdo del trágico suceso.

Los más ancianos lo refieren a los niños alrededor del tranquilo hogar, sirviendo de ejemplo a sus sencillos moradores. 

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