domingo, 31 de marzo de 2013

"El Campo de Caín" (4 de 5)

(Del libro "AVILÉS", escrito por Manuel Álvarez Sánchez, impreso en 1927)

Parte - IV -

Después de consumado el crimen, el asesino, lleno de espanto al notar sus manos ensangrentadas, no se atrevió a dirigirse a su casa, y echó a correr sin cuidarse de recoger el cuchillo que había dejado al lado de la víctima, y que su madre podía reconocer.



Atravesó la calle de Atrás, y la desigualdad de las columnas que sostienen las fachadas de las casas en todo lo largo de la calle, le parecían, bajo el silencio y oscuridad de la noche, espectros en orden de batalla que le perseguían. Cansado, después de fatigosa carrera, se detuvo unos momentos frente a la iglesia parroquial y allí creyó oír una voz, la misma voz que oía el primer hijo de Adán después que dio muerte a Abel: «Caín, ¿qué has hecho de tu hermano?» En vano trató de ahogar aquella voz; la voz seguía, seguía siempre.

Volvió otra vez a emprender la carrera, pero al doblar la calle del Carbayo, dejando a la derecha el templo, descubrió su casita en la calle de Adelante, en donde quizá su madre, ignorando en absoluto el trágico suceso, le estaría esperando como de costumbre para darle de cenar, aquel recuerdo fue para él harto sensible; volvió su vista para atrás y se dirigió al campo de Bogab, en donde se alzaba el Crucero, y al verlo le faltaron las fuerzas para seguir;  se acercó timidamente a él, y se sentó sobre uno de los cuatro peldaños que formaban su base; llevó las manos a la cabeza donde se le agolpaba la sangre, produciéndole violentas convulsiones: aquella situación era terrible; ¿qué hacer? Dirigirse a su casa y arrojarse en brazos de su madre para pedirle perdón, o entregarse a los azares dé la desesperación; así estuvo unos momentos luchando consigo mismo, pero al levantar sus ojos v fijarse al pálido reflejo de la luna en la calavera que descarnada y huesosa aparecía entre el follaje del capitel, donde se asentaba el Crucifijo (1), dio un grito de espanto y se levantó del asiento, creyendo ver un fantasma que se le venía encima. «Veo, exclamó, la cabeza de mi hermano, sus ojos ardiendo y sus dientes que me quieren desgarrar las carnes»; y el nuevo Caín volvió las espaldas al Crucifijo, que con los brazos extendidos parecía querer cobijarle, y huyó en precipitada fuga, hasta perderse en el arenal, perseguido siempre por aquella voz aterradora que había oído a su hermano antes de morir: «Hermano, ¿por qué matas a tu hermano?» 

Entre aquellas dunas, mal cubiertas de esparto, pasó la noche; pero,.. ¡qué noche! Durante toda ella se vio aprisionado por sombras negras, vengadoras y sangrientas, que no le dejaron un momento descansar.

Amaneció el día, y el carácter del asesino, que era jovial y alegre, tornóse sombrío y uraño; sus ojos, antes brillantes, volviéronse apagados; su rostro, antes sonrosado, se mudó en cetrino; con el alma rebosante de amargura, el fratricida, maldito de Dios y de !os hombres, caminando al azar, distinguió en los limites del arenal la playa de Salinas; la vista del Cantábrico llenó momentáneamente de gozo al criminal, se acercó a la orilla bastante agitado, y en aquel momento abrigó en su corazón un siniestro propósito: pensó arrojarse desde un cantil de la costa al fondo del mar y así librarse de la fatídica voz que le perseguía. 

Iba ya a realizar su fatal resolución cuando se acordó de su madre, de su buena madre que le había criado con tanto cariño, de su madre que tanto se había afanado por darle una cristiana ,educación, de su piadosa madre, que en aquellos momentos la veía con los ojos de la imaginación, sola, como la estatua del dolor, abrazada al cadáver de su hijo sin tener a nadie que pudiese consolarla, y todo por culpa mía; y al considerar estas cosas brilló en su corazón un destello de fe, de esa fe que es aliento de vida, y con esa fe fue encadenando una por una las verdades que había aprendido de niño en el regazo maternal: «Existe Dios, decía, premiador de buenos y castigador de malos;» y al recordar esto pensó en seguida en el infierno, la idea del infierno en donde se le figuraba estar viendo a los condenados revolcándose en medio de atroces tormentos, fue lo que más avivó su temor, y bañado en un sudor frío se desplomó más bien que se sentó sobre la arena.

Era una temeridad grande el querer librarse de un castigo cometiendo otro delito mayor. «Si el que mata a otro hombre es un criminal y un malvado, se decía, ¿cómo podrá ser inocente el que se mata a si mismo?» 

Estaba en estas saludables consideraciones, cuando oyó a lo lejos, en el fondo de un barranco, el sonido de una campana; se levanta magnetizado, aplica el oído y escucha con más claridad el eco sonoro; vuelve sobre sus pasos y divisa allá, en Raíces, un conjunto de habitaciones que juzgó ser un convento; contiguo al mismo vio una capillita en cuya espadaña, de un solo hueco, estaba la campana que había oído en ocasión tan interesante.

Se acercó al edificio; llega a la puerta del convento y llamó con el aldabón; pronto se presentó un religioso en la portería; al verlo el fratricida, se arrojó a sus pies y comenzó a llorar; el religioso lo recibió con cariño, y el recién llegado exclamó: «padre, vengo a implorar perdón, que mucho desconfío en alcanzar, porque he sido el más criminal de los hombres.» 

«No temáis, le contestó el religioso al ver aquellas muestras de arrepentimiento; por mucho que hayáis pecado, mayor es la misericordia de Dios, y él os perdonará,» 

«¡Ah! Lo deseo vivamente; ¡qué ingrato y malvado he sido! Ayer he dado muerte a mi hermano, y /e maté sin motivo, le asesiné a traición sólo por envidia de sus nobles sentimientos que daban en cara a mi desarreglada conducta; le maté al regresar de la iglesia de los franciscanos, adonde había ido mi hermano a confesar; era tan bueno mi hermano, Padre, que al clavarle el cuchillo en su corazón, lejos de maldecirme, me perdonó y me dijo: «Hermano, ¿por qué matas a tu hermano? ¿Qué motivo de ofensa tienes contra mi?» Desde entonces no encuentro tranquilidad ni descanso; a todas horas me parece oír sus últimas palabras y tiemblo, y para librarme de tan fatal pesadilla acaricié el propósito de quitarme la vida; pero el temor de condenarme para siempre me contuvo...»

«Esa ha sido una gracia especial de Dios, contestó el religioso, quizá para premiar alguna buena acción que habéis tenido, y que a su tiempo sabe recompensar, Dios todo lo tiene presente.» 

«Padre, no recuerdo haber practicado obras buenas en mi vida, porque siempre he sido de costumbres viciosas; sólo sí, he sido devoto de la Virgen del Carmen, a la que nunca dejé de rezar una Salve antes de acostarme, pidiéndole su amorosa protección.»

«Pues eso ha sido, y la Virgen intercedió ante su Divino Hijo para que no os arrojaseis en brazos de la desesperación, dónde hubierais sido desgraciado por toda una eternidad, porque el suicidio, continuó el religioso, es el más grave de los delitos, en cuanto que es irreparable, porque así como no hemos venido al mundo por nuestra voluntad, tampoco podernos dejarlo sin orden expresa de Dios que en él nos puso. De todos los demás pecados podemos salir perdonados, mediante la contricción y los méritos de Cristo; pero del suicidio no cabe arrepentimiento, toda vez que es característico de este pecado morir en él; pudo salvarse Caín, pudo salvarse Judas, pudo salvarse Herodes, pueden salvarse todos los asesinos, los ladrones, los adúlteros, los pecadores y criminales todos, excepción hecha del suicida, que en sano juicio consuma su antinatural y abominable acción.» 

«De modo ¿que Dios me perdonará?»

«Si, te perdonará, porque lo que Dios quiere son corazones arrepentidos; entrad en la capilla, no temáis; examinad vuestra conciencia en tanto voy a llamar al Superior para que os oiga en confesión»; y el religioso le señaló el sitio en donde había de llorar sus culpas. 

Una hora larga estuvieron el confesor y el penitente en la capilla; lo que allá hablaron no pudo saberse jamás.

Cuando el fratricida salió del santuario, su corazón se había reblandecido con las lágrimas del arrepentimiento.


Aquella mañana se desayunó en el convento, despidióse luego de la Comunidad, arrojándose a los pies de los religiosos; éstos le levantaron del suelo, estrechándole, uno a uno, entre sus brazos, saliendo satisfecho de aquella santa casa, en donde pudo encontrar la tranquilidad de su alma.

Quince años después, que nadie pudo saber dónde los había pasado, volvió a pisar los umbrales de aquella silenciosa mansión para vestir el hábito de la Merced.


(1) Esta columna se conserva en el jardín de una casa particular en Sabugo; el Crucifijo que servía de remate se guarda en la sacristía de la antigua iglesia, y según personas peritas, no carece de mérito. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario